11.6.11

El chico artificial cap.3

Capitulo II

de Bruce Sterling

III

AHORA sólo me quedaba una semana para prepararme para el carnaval, ciertamente muy poco tiempo para una persona de mi posición. La mayor parte del tiempo disfrutaba de un estatus de manipulación, ¿qué reveriano no lo hace?, pero había veces que la interminable minuciosidad y los pequeños altercados me ponían enfermo; éste era uno de ellos. Sentía que me envejecían antes de tiempo.
El joven puede competir con el viejo en los juegos de dominación; el viejo tiene mayor ventaja en su control y experiencia, en el conocimiento de la motivación humana. Pero, gracias a la lucha artística y a la Zona Descriminalizada, el joven tiene ahora sus propias armas y sus propias reglas de comportamiento. En parte, y en muchos sentidos, este sistema ha llegado a ser un microcosmos dentro del vasto mundo exterior. Pero en nuestro microcosmos, el joven tiene al menos una posibilidad de luchar; en el mundo exterior, te tienes que resignar a cientos de años de amigable, gentil y delicada esclavitud.
En este pequeño mundo, yo soy un hombre respetado. Naturalmente, tengo mi pequeño clan de adeptos, el Frente Joven Artificial. Yo mismo restringí el número a doce, y la competencia para entrar fue muy dura, especialmente desde que decidí no golpear a los adeptos si ellos no lo deseaban.
Los preparativos para el carnaval duran tiempo. En primer lugar, estaba el problema del traje. No me he disfrazado mucho, ya que mi pelo plastificado y el de mis doce favoritos hace que sea bastante innecesario. En su lugar, visto mi ropa habitual de combate camuflada bajo un traje blanco y negro y unos finos pantis negros cruzados por rayas verticales de color escarlata. Todo conjuntado con una simple máscara negra de dominó. Yo mismo diseño mis ropas.
Había una cosa a tener en cuenta con el palanquín. El artilugio en sí no estaba mal, Quade y yo lo habíamos vestido, ensamblado y decorado. La cuestión era qué seis acólitos, de los doce que tenía, iban a tener el honor de portarlo. Los seis elegidos se iban a regocijar de manera insoportable, mientras que los seis restantes se quedarían muy deprimidos. Tenía que encontrar un sitio apropiado para todos, donde la vegetación no entorpeciese la vista de los hologramas. No me importaba mucho la proyección, pero era crucial que mi palanquín estuviera en un sitio distinguido.
Odio los carnavales.
Por suerte, mi buen amigo y compañero artista, Factor Escalofrío, cabeza de Conocimiento Disonante y presidente de C.D. Enterprises, estaba ocupado de estos menesteres. Tuve una llamada suya un día antes del carnaval.
«¡Felicidades, Arti, mi pequeño ángel de violencia!» dijo Escalofrío. «¿Qué tal la pierna?»
«Mañana me quito la escayola», dije. «¿Qué pasa. Escalofrío?»
Escalofrío parecía acosado; su delgado y frío rostro azul se cubrió de arrugas por encima de sus gélidas cejas. El vapor se congelaba en sus mejillas y caía en carámbanos de su cabello, que estaba cubierto por media pulgada de blanca escarcha. Su estatus social le mantenía ocupado siempre.
Tras él, sobre la pared, se extendía un mapa de la zona, netamente delimitada por una marca hexagonal. «Aquí vas a estar», dijo, levantándose de la silla y señalando un punto del mapa. «Al lado de Rafael de los Cuatrocaminos y de Todd Regewgaws de los Pantanos. Yo estaré en el camino a la colina, con Hielo y alguno de los demás —Párpados. Martillo, Tortazo Feliz—, los normales en estas ocasiones.»
«Allí estaré», dije. Me agradaba mi posición.
Escalofrío pareció relajarse. Se acarició la frente con la parte trasera de su helada mano azul, haciendo que cayese el hielo que se había formado sobre sus nudillos. La segunda piel refrigerada de Escalofrío estaba perfectamente acoplada a su cara, pero alrededor de sus dedos se habían formado algunas arrugas perceptibles. No sabía todavía de dónde conseguía la necesaria fuerza para poder refrigerarse, pero suponía que ésta venía de pequeñas máquinas ocultas entre su vello.
«¿Estás de acuerdo entonces?» dijo. «Ah, éste es mi ángel Arti. El estado de guerra de este año me ha llenado de pesar, de infinito pesar. Varias zonas están en lucha, incluida la tuya. Espero que no haya más sangre; lacar en vacaciones es una tontería. Puede ser la causa de que se desate una ola de odio para el año nuevo.»
«Puedo defender mi propio territorio», dije. «Llámame si necesitas ayuda.»
«Gracias, gracias», dijo Escalofrío. «El Club Billy es el único del Detalle Cívico, por lo que parece.»
Estaba disgustado. Despreciaba los métodos policiales. La paga era alta, aunque en esencia era un soborno del Consejo de Directores para mantener bajo control a las bandas callejeras. Alguien de los viejos pícaros había hecho de los «Detalles Cívicos» una cosa de honor. «Esos lameculos», dije. «¿Qué bien pueden hacer? No tienen fuerzas más que para beber. Mierda, esto puede ser serio.»
«Hay algo más que quiero decirte», dijo Escalofrío. Se acarició la frente con la palma de su helada mano produciendo un agudo crujido. «Sí. El misterioso caballero de Rojo», elevó la voz. «¡Hielo! ¿Debo clasificar esa llamada como de amenaza o como de rencor?»
«Pienso que como de rencor, querido», se escuchó la voz de la dama de Hielo fuera del enfoque de la cámara.
«Querido. Creo que el rencor que había se superó a sí mismo; ya sabes cómo son esos posesos del combate, Arti, adoptando un estado de degradación tan, tan personal; debo haber perdido la llamada. El hombre en cuestión me ofreció quinientos fracos por golpearte sin miramientos.»
«¿Lo conocías?«
«Tenía una máscara roja. Parecía viejo. Es difícil de decir. Evidentemente, sabía muy poco acerca del arte, de otra forma hubiese llamado a uno de tus enemigos en vez de a mí. De todas formas, intuyo que ya había preguntado a alguien más antes. Parecía totalmente decidido.»
«Quinientos fracos no está mal.»
«Para ti, mi ángel Arti, yo habría pedido por lo menos cinco mil.»
«Me halagas, Escalofrío», corté.
El Día de Año Nuevo, el Frente Joven Artificial se reúne para llevarme con mucha pompa a través de la Zona. La Zona Descriminalizada era generalmente un lugar solitario. La mayoría de los maltratados edificios estaban vacíos.
Sin embargo, la zona está ahora invadida por la gente. Como siempre, la visión de esa masa tan enorme me produce una aguda sensación de miedo. Durante los primeros veinte años de mi vida, había estado completamente sólo, a excepción del Profesor Crossbow, mis cintas y la visita excepcional de alguien. Las masas me siguen disgustando a pesar de los ocho años que llevo en Telset.
Estaban presentes todos los disfraces propios del carnaval, muchos de ellos históricos: trajes de flotantes, el sombrío vestido de los Ingenieros de Minas, el negro y el nebuloso amarillo de los oficiales Confederados, los decadentes ropajes de seiscientos años de antigüedad de los Dictadores de Niwlind, combinados, mutilados, exagerados, adulterados con la más pequeña brizna de la cínica ingenuidad reveriana. Había otros disfraces simulando figuras históricas: miembros de la Junta de Directores, artistas, compositores, científicos, húmedos seres marinos sacados del interior de Reveria o plutócratas chiflados venidos de los primeros tiempos del expansionismo; y por supuesto, toda la demás fauna propia del carnaval: gentes disfrazadas de peces, de insectos, de pájaros, de crustáceos, gente con abrigos de pieles o adornada toda ella con espejos, gentes sin rostro, con cuatro brazos u ocho piernas; gente encadenada, unida por telarañas, en masas informes; gentes disfrazadas de muerte, o de vida, de lo-que-todavía-no-es y de lo-nunca-será. Había cámaras por todos sitios.
Eran muy pocas las ocasiones en las que se podía ver reunida a toda la gente de Telset, ésta era una de ellas. Todas estaban allí, unas trescientas mil. Una masa de gente que asumía una personalidad extraña a sí mismos. Ríos multicolores de gente ondulaban entre la masa de la misma forma que fluye el protoplasma de una ameba. Las literas y los palanquines eran suspendidos por encima de la multitud como bandejas llenas de comida. Yo me puse al final de mi palanquín y permanecí en pie hasta que nos aproximamos a los extremos de la masa.
Las cámaras sobrevolaban la multitud como los escupitajos de grasa que produce algo al freírse. La multitud producía sonidos como de fritura, miles de conversaciones, proposiciones, chillidos de risa, todo mezclándose en un ruido anónimo como el sonido de una cinta que ha terminado, pero muchísimo más fuerte. Rostros enmascarados se volvían hacia mí, murmurando cuando era reconocido. Algunos se quedaban tras de mí, otros me pasaban. Cuando el Frente Joven Artificial entró en la multitud pude verlo todo bien.
Había retrasado mi aparición hasta la mitad de tarde. De cualquier modo, el apogeo no sería hasta medianoche.
«¡Señor! ¡El caballero del dominó negro!» Me volví. Emery Board, una de los miembros menores del Billy Club, me había avisado. La reconocí a pesar de su máscara de pez, llevaba el brazalete multicolor de Detalle Cívico. «Este extranjero te pide audiencia.» Una figura vestida con ropajes de piel de muy poco gusto permanecía al lado de Emery. No tenía máscara. Evidentemente, no era de Telset.
«¿Te llamas a ti mismo el Chico Artificial?», preguntó con una especie de estúpida etiqueta. Debía estar algo confundido por mi disfraz. Enfoqué dos cámaras sobre él. «¿Quién lo niega?», dije tranquilamente.
«¿Por qué no saltas de ese armatoste y hablas conmigo de hombre a hombre?», demandó. «Mi cuello se resiente en esta postura.» Hubo un sonido de risas entre la multitud que empezaba a acumularse.
«Con mucho gusto», dije. Bajé de un salto desde el palanquín y le di una patada en el pecho.
Rodó por el suelo pero se incorporó de inmediato, limpiándose el polvo de sus peculiares vestimentas con sus fornidas y callosas manos.
«Eres muy bueno con tus pies», dijo suavemente. «En Jucklet no pensamos bien de los que luchan con los pies.»
«En Jucklet no piensan nada», dije, ganándome una gratificante ovación del público enmascarado que me rodeaba. Mis cámaras se situaron en posición de combate. Los seis miembros del Frente Joven Artificial se sentaron sobre el palanquín con claros síntomas de alivio, sonriendo bajo sus máscaras.
«Te he visto luchar antes, aunque a eso yo no lo llamo luchar», dijo el hombre. «No sufres. Usas esas armas de palos. No es un cuerpo a cuerpo. Es comedia. ¡Es farsa! ¡Soy mucho más hombre que tú y te lo puedo probar!»
La multitud no perdía comba. De sus labios decadentes surgieron proposiciones obscenas. «¡Muéstrale tu hombría. Chico!» «¡Bésale!» «¡Vamos!» «¡Defórmale!»
Levanté la mano pidiendo silencio. Con el rabillo del ojo vi cómo cientos de cámaras se amontonaban sobre nosotros, cosa que me disgustó; odio las cintas piratas. «¿Qué te propones?», pregunté.
«Golpe por golpe. Cuerpo a cuerpo. Nada de armas. Ni trampas ni huidas. El que primero caiga pierde. A eso le llamo una pelea honesta.»
El sabía, tan bien como yo, que aquello era imposible; sólo la buena defensa, los regates, los trucos y los bloqueos podían suplir mi falta de altura y volumen. «Muy bien», dije. «Tú golpeas primero.» Arrojé mi nunchako y puse las manos a la espalda.
Como suponía, el golpe buscó mi mandíbula. Mientras llegaba, estiré un poco el cuello y cerré la boca. Me golpeó en la dentadura. Para cualquier otro podía haber sido una táctica errónea, pero mis dientes eran un legado del Viejo Papá. Eran falsos, cerámica esmaltada con una sólida cubierta de metal transparente, sellada firmemente a la chapa que cubría mi cráneo. Aulló, dejando caer su mano chorreante de sangre. Sonreí malignamente y le golpeé en el cuello con el filo de mi mano. Cayó inconsciente al suelo. Había sido un golpe sucio, pero el también había sido sucio.
Le dije a Emery tranquilamente: «Llévalo al doctor. Date prisa. Asumiré los cargos.» El cuello del hombre todavía mostraba un hematoma negro; probablemente una hemorragia arterial.
Recogí mi nunchako y salté dentro del palanquín mientras recibía un aplauso más bien de compromiso por parte de la multitud. Estarían defraudados si habían esperado una larga lucha, pero no quería gastar mis fuerzas para dar gusto a las cámaras de cualquiera. Eché la cortinilla del palanquín mientras el Frente Joven Artificial se lo echaba de nuevo sobre los hombros. Me puse crema en los labios para parar la hemorragia. La bravuconería de dejarle golpear primero me había costado, pero no puedes ganarte una reputación sin correr ciertos riesgos.
Siguiendo las instrucciones que me había dado Escalofrío, el Frente Joven Artifial se abrió camino hacia el sitio que tenía reservado para la proyección del holograma.
«Problemas, problemas, problemas, siempre problemas», escuché una clara, vibrante voz. Era mi mejor amigo, el conocido artista del combate, Armitrage. Armitrage tenía una preciosa joven negra en su brazo izquierdo y un gentil y serio joven en su derecho. «Estos, señor, son mis dos nuevos protegidos», dijo al percatarse de mi mirada. «Por el momento, puedes llamarlos Jonquil y Coral.» Adoptó una pose. «No teman, queridos protegidos, les protegeré de este siniestro rufián.» Los dos protegidos ahogaron una risita con sus manos en la boca. Nunca adiviné qué nombre correspondía a cada uno.
Estábamos tan cerca el uno del otro que prácticamente jugamos con las formalidades del disfraz. «Estoy encantado de verte, a ti y a tus preciosos acompañantes, querida muñeca extraña», dije. Le invité a mi palanquín y le ofrecí una barra de caramelo de hielo. Mi guardiana Quade, que había estado todo el tiempo tras de mí, ofreció dulces de carne a sus dos amantes.
«¿Dónde está tu litera, Trage?», pregunté.
Se encogió de hombros. «La he dejado», dijo. «Estos carnavales carecen de todo sentido de la moralidad.» Sorbió meditabundo su polo. «Hace tanto calor como en la Estrella de la Mañana. No puedo recordar tanta gente agrupada, ni tan siquiera en vídeos.» Afirmé. «He visto a Money Manies hace un rato», dijo Armitrage. «Llevaba consigo al alienígena.»
«Otra vez no», dije.
«No aprenderá nunca», dijo Armitrage tristemente. «Y aunque así fuera, lo olvidaría al momento.»
«Sí», dije. A pesar de ser ya viejo, Money Manies era extrañamente propenso a unos peculiares lapsus de memoria. La mayoría de la gente pensaba que era particularmente olvidadizo, pero yo estaba convencido que era una manía más de Manies. Era demasiado avispado como para tener estos vacíos de memoria.
«Entiendo que los Hermanos Clon te están buscando», dijo Armitrage. «Creo que tuviste problemas con ellos.»
«Los tuve», dije. «Si no han aprendido, todavía puedo darles otra lección.»
«Deja que vaya contigo hoy, por si se presentan problemas.»
«Gracias, pero no.»
Se encogió de nuevo de hombros. «Mi altivo Arti.» Se acomodó con gracia en el palanquín.
La mayoría de los demás palanquines estaban por debajo del mío, y sus dueños los habían dejado para dar un paseo y conversar. Toda zona estaba llena de artistas del combate y de sus respectivos portadores. Localicé a miembros de los Cuatrocaminos, los Pantanosos y Perfectos Estranguladores. Armitrage rebuscó un aparato artificial que tenía en su cuello y se rascó. (No he dicho todavía que Armitrage iba disfrazado como un colonizador reveriano que padece una enfermedad linfática.) «¿Qué planes tienes?», preguntó. Me encogí de hombros.
«Disfruta conmigo», se ofreció. «Te mantendré entretenido. ¿No sientes unas punzadas ardientes? He conseguido un Polvo Rojo realmente bueno.» Armitrage era mi mejor amigo y también el que me vendía mi esmufo. Era el proveedor de droga para muchos artistas de la Zona; una ocupación de alto estatus social. «Tal vez», dije. «Aunque prefiero algo más blando.»
«Veremos qué podemos hacer entonces.» Despedimos a nuestros sirvientes y nos perdimos entre la multitud.
Un hombre caminaba a nuestro lado sobre unos zancos; Armitrage le puso la zancadilla, enviándolo sobre un grupo de danzantes del tercer contingente del Ballet de Telset. Nos escudamos tras los portadores de una litera. Dimos un rodeo alrededor un palanquín rosa perteneciente a un par de amantes de Estranguladores Perfectos y, de pronto, nos tropezamos con uno de los Hermanos Clon.
El mismo estaba sentado junto con Jet Rosa de los Estranguladores en el desgastado pavimento, jugando a los dados poliédricos. Se volvió, me vio y se puso de pie inmediatamente. Vestía un body de un color rojo brillante adornado con clavos metálicos. Su máscara era una delgada banda de plástico blanco que circundaba su cabeza; unas estrechas gafas rojas ocultaban sus ojos. La sencillez de su disfraz era extraña para el poco gusto de los Clon. Parecía un uniforme, y su color sólo podía significar una cosa.
«Bien», pió el Clon, recobrando su compostura. «El Niño Mecánico. Estoy encantado de verte. Mecánico.»
Le observé de arriba a abajo. «No deberías ir de rojo, muñeca Clon», le dije. «No te sienta bien.»
«Pero oculta las salpicaduras de sangre de aquellos que me ofenden», dijo el Clon confidencialmente. Se acercó un poco más. Olí los perceptibles aromas de las especies de cosmética en su aliento. Se plantó delante y pasó su larga y delgada palma sobre mi mejilla. «De parte de mis hermanos y de otros, te desafiamos, Chico Artificial. ¡Te desafiamos! ¡Pelea a golpes!» Me abofeteó.
Retrocedí. «Di a tu jefe, ese cobarde de rojo que te paga, que iré a destrozarle nada más acabar con sus pelotilleros.»
El Clon frunció los labios. «¿Pelotillero? Curiosas palabras pronuncia la muñeca de Money Manies.»
Se me erizó el pelo con un crujido. Armitrage me cogió por el hombro. «No le pegues, Chico. Está desarmado.»
«De acuerdo», dije. «No voy a discutir contigo. Clon. Me encontrarás en la Plaza Cascajo dentro de tres días, a medianoche.»
«Demasiado tarde, demasiado tarde», graznó el Clon. «Tenemos prisa por acabar contigo. No, te destruiremos hoy mismo, Chico.»
«Es fiesta», dijo Armitrage indignado. «¡Ten algo de clase. Clon!»
«¡Cuida tus propios asuntos, entrometido Armitrage!» escupió el Clon. «Los detalles menores de la cortesía en el combate no van con nosotros. Nuestro jefe es poderoso y sus órdenes prioritarias. ¡Procura no ser su enemigo!»
«¡Si atacas hoy al Chico, tendrás que pasar antes por encima de mí», prometió Armitrage.
«No te molestes», le dije a Armitrage. «No puede obligarme a luchar hoy. Elegiré mi propio terreno y mis propias condiciones.»
«Piensa, asqueroso Chico. Nos has cogido por sorpresa y nos has golpeado, pero nuestro cuarteto corporativo te destrozará esta noche.»
«¿Sólo cuatro de vosotros pretenden eso?»
«Te hemos retado de acuerdo con el Código. La técnica que empleemos es asunto nuestro.»
«En ese caso ¡voy a dejar las cosas igual!» Con un grito de rabia, di un puntapié en el empeine izquierdo del Clon, hundiendo al mismo tiempo en sus intestinos los extremos de mi nunchako. Cuando se doblaba de dolor le golpeé en la nunca con la palma de mi mano. Cayó como un saco.
Mientras administraba un poco de esmufo al inconsciente Clon, Jet Rosa sacudía su cabeza. «¡Has atacado a un hombre desarmado!», vociferó para que pudiera escucharlo toda la gente que se había ido agrupando durante la discusión.
Le lancé una mirada gélida. «Ya sabes cuál es mi manera de decir las cosas, Jet. Estoy siempre disponible.» Le empujé y me abrí paso entre la multitud.
Armitrage me alcanzó cuando rebasé el terreno de los palanquines. Para entonces había recuperado mi buen humor. Le di unas palmadas en la espalda. «Ven, veamos al viejo Pigmento Oswald. Podría usar algo de Luz Blanca.»
«Ten cuidado con las drogas hoy, Chico. Es un aviso.»
«¡Ja! Nunca pensé que podría escuchar eso de ti, Trage.»
«Tienes un poderoso enemigo. Necesitas toda tu capacidad.»
«¡Así es el carnaval, hombre! Ningún patán va a arruinarme la fiesta. Ya has visto cómo me he desecho de él.» Me froté las manos. «Además, nadie va a luchar conmigo hoy. ¿Como podrían hacerlo? Pienso estar con mis amigos.»
Armitrage inclinó la cabeza. «Ya veremos.» De repente hizo una mueca. «Vaya, ahí viene mi jefa.»
Era la dama Elspeth Milvain, la mayor rival de Money Manies, en un palanquín cubierto de flores y llevado a cuestas por ocho actores porno desnudos.
«¡Estás aquí!», le chilló a Armitrage. «¡El encantador caballero que está malito! ¿Cuándo podremos ver en vídeo ese maravilloso cuerpo en acción? ¡Te daremos un buen pago! ¡Es posible que hasta te curemos!»
«Nada puede curarme excepto el fascinante beso de la Reina de la Belleza», gritó Armitrage galantemente. Saltó con agilidad sobre el palanquín, haciendo tambalearse a los portadores, quitó la plumífera máscara del rostro de ella y la besó en su boca semiabierta. Volvió a saltar y quitándose los tubos del disfraz que adornaban su cuello, gritó: «¡Estoy curado!»
Elspeth Milvain reía en un grado rayano a la histeria. Hizo chascar el látigo. Los portadores comenzaron a arrastrar los pies mientras miraban a Armitrage furiosos.
Armitrage esperó a que se fueran. «Viejo montón de trapos», musitó. «Chico, mira si puedes encajarme de nuevo los tubos.»
Encontramos a nuestro amigo Pigmento Oswald, rodeado de sus ascéticos acólitos, el Grupo Pigmento de pintores. Nos dio un poco de Luz Blanca, una droga que intensifica la imaginación visual. Según pasa el día, sus efectos van desapareciendo.
Describir nuestros vagabundeos con la droga puede ser tedioso. Había uno muy particular: nos parecía ver a Money Manies por todos sitios, o gente que se le parecía. Llevaba un disfraz diferente cada vez que le veíamos. Sospechaba que la mayoría de ellos eran hologramas vagabundos. Riendo, él mismo no lo negaba. «¿No te he dicho siempre que yo soy muchos a la vez?» Mantenía una barroca conversación con el alienígena de Money Manies, que estaba disfrazado como un humano. (Había quienes decían que el alienígena había sido anteriormente humano, pero probablemente era mentira.) Llevaba unas gafas oscuras divididas en polígonos coloreados, como los ojos compuestos de los insectos. Como era normal, su cara estaba oculta por un velo blanco. Su falsa piel humana parecía húmeda y grasienta. «Qué bien huele la multitud», observó. «Nunca he entendido porqué a la multitud no le gusta que la coman.»
Al caer la noche, Armitrage y yo tomamos parte en la proyección del holograma de la playa, donde miembros y admiradores de Conocimiento Disonante asaban pescado fresco sobre un fuego de leña. No había hablado con nadie del Grupo desde hacía semanas, y lo pasé bien. La comida era buena, la noche bonita y las drogas excelentes. Incluso las viejas proyecciones de hologramas, tan aburridas que sólo los ancianos disfrutaban con ellas, eran soportables. Desde la playa podíamos vislumbrar la titánica, vibrante holografía. De cualquier forma, había perdido el color.
No había planeado encontrarme con el Grupo en los acantilados, pero Armitrage se había empeñado en venir, cosa que suponía un riesgo para él, pues tenía una pequeña desavenencia con Millón de Máscaras. Sin embargo, todo fue alegría y camaradería hasta que Armitrage comenzó a hablar con Cadenas. Yo estaba lo suficientemente cerca como para escucharlos y miraba alucinado los destellos metálicos de los ropajes de Cadenas. Bajo los efectos de la Luz Blanca, sus reflejos eran casi deslumbrantes.
«Hoy he conversado con Cerebro», comenzó Armitrage inocentemente.
Cadenas se encogió de hombros. «¿Y qué?»
«Era tu hombre, Cadenas.»
«Nuestra ruptura no te incumbe, amigo.» Dudó antes de decir: «No puedo vivir con él; nos estaba llevando a la muerte. Es una persona distante. No puede disfrutar. No es capaz de ser feliz, ni consciente. Me volvía loca.»
«Palabras», dijo Armitrage. Luego continuó suavemente: «En el amor sobran las palabras. Es otra cosa. Te abraza. Te calienta. Es nuestra propia esencia. Hace que la mujer que lo posee se sienta dichosa. Hace que el hombre que lo prueba no pueda reemplazarlo. Si lo tomas, puede envenenarte. Si lo rechazas, sólo será la causa de tu destrucción.»
«¿Y tú me lo dices, Armitrage?» Cadenas se mofaba. «Conozco tu promiscuidad. Puedes joder con cualquier cosa que se mueva. He visto tus vídeos.»
«¿Acaso he dicho que eso sea amor? Cerebro todavía te ama. Si no fuese así, no podría querer su propia destrucción tan fervientemente. Estoy diciéndote que le salves. Es demasiado orgulloso para pedírtelo él.» Suspiró. «La soberbia es el mayor pecado de los reverianos.»
«Estás empezando a cansarme, Armitrage. Desaparece, te lo advierto.»
«Eres demasiado orgullosa para admitir que lo necesitas.»
Esto fue demasiado. Cadenas comenzó a gritar y se lanzó sobre su cara como un tigre. Armitrage la cogió y le golpeó en uno de sus ojos, produciéndole un moraron. Cadenas le retó, emplazándole para dentro de una semana, cuando Armitrage y sus colegas lucharían contra Cadenas y su fornido hombre-rikigosaurio. Armitrage se fue.
Sumo y yo nos reímos a carcajadas de las posturas sentimentales de Armitrage. Estábamos de acuerdo con Cadenas en que su aptitud había sido insoportable. Era cierto, pero yo quería lo mejor para él. No le entendía, pero entre amigos es mejor que haya un toque de misterio.
Me di gusto con el pescado y después me alejé un poco para tumbarme en la playa y escuchar el sonido de las olas. Utilicé mi nunchako de almohada. Yo mismo había forrado los extremos del nunchako ya que era un legado especial del Viejo Papá. Lo había fabricado él mismo en Niwlind durante uno de sus períodos de paranoia. El extremo de cada cilindro se adhería fácilmente a la mano, revelando su utilidad como arma arrojadiza.
Había probado antes con pistolas en playas desiertas, cada disparo producía un agujero mayor que la palma de mi mano sobre la arena húmeda. Sin embargo, estaban prohibidas en la Zona según el Código; al igual que las espadas, estiletes, explosivos y otras armas letales. Incluso mis buenos amigos de Conocimiento Disonante habrían tenido el honor de golpearme sin piedad si se enterasen que yo llevaba tales tipos de armas. Si utilizase alguna de ellas contra mis enemigos ahora, ellos mismos encadenarían mis pies y me arrojarían desde los acantilados al mar para que sirviera de alimento a las rayas.
Sin embargo, mi preferida es este precioso nunchako. Me gustaba tener algo especial de reserva, un as en la manga. Era un legado de Tanglin.
«¡Pssst!» El murmullo me puso alerta. Me estiré torpemente. Lo escuché de nuevo y esta vez miré a mi alrededor.
Era Cerebro. Estaba tumbado en una duna cubierta de juncos a unos cuatro pasos de mí. Espiaba a través de los marojos de hierba, escondiendo su llamativo atuendo.
«¡Cerebro!», dije.
«¡No tan alto!», dijo. «Paseemos por la playa. No quiero que me vean.»
Caminé en su dirección y le encontré tratando de apartarse del campo de visión del Grupo, que se dedicaban a bailar una danza ritual y no prestaban la más mínima atención. «Vamos, vamos», insistió Cerebro, acurrucado en la arena. «No quiero ser visto. Ella está allí mismo.»
«¿Y qué más da? Estás ridículo, muñeca.»
Cerebro palmoteo con sus manos la ventanilla transparente que cubría su cráneo. «¿Así es como me das las gracias? Tengo noticias importantes, Chico. De otra forma no me hubiese acercado ni a dos kilómetros de esa mujer.»
«Bien, desembucha.»
«Es sobre tu guardiana. Esa mujer tan alta con brazos largos como estacas. Ha sido secuestrada por los Hermanos Clon.»
Permanecí frente a él. «¿Mi acolita? ¿Mi sirviente? Pero eso es un insulto de sangre. ¡Los acólitos son sagrados! ¡Quieren que corra la sangre!»
Cerebro sacudió la cabeza. «He oído de qué forma te retaron hoy. Están tratando de forzarte para que luches.»
Permanecí quieto. «Voy a reunir al Grupo. Esto está yendo demasiado lejos. Esta clase de transgresión nos concierne a todos. Por lo menos a Hielo y Escalofrío...»
«¡No, no!» dijo cerebro ansioso. «¡No se lo digas! No necesitas un montón de luchadores para lavar tu honor. ¡Es una tarea gloriosa! El patrono ofendido al rescate y todo eso. Te ayudaré a encontrarlos.»
«¿Tú?», dije.
«Claro, ¿por qué no? Siempre nos hemos compenetrado. ¿Acaso no te he dado el aviso? ¿No me debes una? Dame una oportunidad, Arti. He dejado el Grupo, ya sabes. Estoy tratando de apañármelas solo. Un vídeo con el Chico puede ayudar mucho. Vamos, ¿quieres?»
Le miré con excepticismo. «¿Estás en condiciones de luchar?»
«Siempre lo estoy», dijo Cerebro ofendido mientras flexionaba sus brazos. Era un fanático del ejercicio físico. Posiblemente, su estado psíquico era el que le había impedido llegar hasta lo más alto del ranking. «Sólo son tres. Si es verdad lo que he oído, dejastes fuera de combate al cuarto hoy. Dos de nosotros pueden vencerles. Ya he luchado antes con los Clon. Y además tengo mi tonfa.» Me mostró su arma rotante.
«Bien...» Rebusqué en mi bolsa hasta encontrar mi jeringuilla y algún estimulante. Me inyecté un poco en el conducto para la droga que sobresalía de mi hombro izquierdo y al poco tiempo noté como se aclaraban los pliegues de mi cerebro. La rabia y la confianza me inundó. «De acuerdo, Cerebro. Vamos.»
«¡Estupendo! Los Clon nunca sabrán quién les ha golpeado.»
«Primero tenemos que encontrarlos.»
«Plaza Cascajo, Chico. Su guarida favorita. Estoy seguro.» Estaba radiante. «¡Vamos, vamos! Me aguarda una nueva carrera. Vamos, nos espera algo que hacer.» Se sacudió. «¿De acuerdo? ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Arti! ¡Tú sirviente! ¡Ha sido secuestrada!»
Hubo un tiempo en el que la Plaza Cascajo había sido el centro de Telset. Ahora estaba en ruinas, el vacío corazón de la Zona Descriminalizada. El cambio se había producido en un solo día, en el Día del Zorro, cuando se colocó una bomba en el Edificio del Presidente. Los rumores decían que había sido camuflada en la mismísima y enorme cripta que albergaba el lugar de descanso y, al mismo tiempo, monumento viviente de Moses Moses.
Ahora, en el centro de la Plaza, se elevaba la estatua de bronce de quince metros de alto de Moses Moses, el fundador de la Corporación. Unos focos que irradiaban luz blanca la iluminaban desde abajo, dándole una siniestra apariencia metálica. El titánico Fundador parecía observar el desmadejado edificio de cinco plantas que antaño había sido la sede de la Mesa de Distribución. El Día del Zorro, la onda explosiva había destrozado los tejados y los muros, dejando un montón de ruinas. Lo mismo sucedió con la Mesa de Registros. Lo mismo con la Biblioteca Consular. No sabía los nombres de los demás edificios destruidos.
Sin embargo, el Edificio del Presidente —exteriormente austero y serio, pero con un interior adornado con toda clase de exquisiteces— había sido levantado posteriormente. Todavía se podían ver grandes trozos y restos por todos sitios, muchos de ellos sujetos con gigantescas tiras metálicas para reforzar su estructura. Los pedazos de los pisos superiores habían salido volando hasta la Bahía de Telset. Sin embargo, la mayoría de los edificios habían estallado como una ola destructiva, produciendo enormes agujeros en las sólidas paredes sin ventanas de los edificios circundantes.
Nunca habían sido restaurados. Nunca volverían a serlo. Plaza Cascajo era, de por sí, un monumento. Durante trescientos años había sido un lugar de silencio. Ahora que era parte de la Zona, permanecía como escenario artificial de sus artificiales bandas.
Adoraba la Plaza Cascajo. Me sentía a gusto allí. He explorado todos los edificios, incluso los más peligrosos, donde los suelos crujían ominosamente y las puertas colgaban de las bisagras. Los viejos nunca iban allí. Por eso me gustaba.
Esta noche, aún quedaban algunos globos de luz dejados por los noctámbulos o los últimos carnavaleros. Muy pocos venían a este desolado lugar sin motivo.
«No están aquí», dije.
«Seguramente están escondidos entre las ruinas esperando que vengas», dijo Cerebro en tono confidencial. «Vamos a separarnos y a hacerlos salir.»
Me negué. «Es mejor que estemos juntos. No querrás que te cojan solo.»
Cerebro no estaba de acuerdo. «De eso nada. Sé cuidarme yo mismo.» Se puso a jugar con su tonfa. «Avísame si necesitas ayuda. Yo haré lo mismo. Pero no será necesario. Recuerda que ellos no saben que yo también les busco.» Desapareció en la oscuridad.
«¡Aguarda!», dije. Su respuesta me llegó como un eco entre las ruinas. «¡No te preocupes! ¡Los sacaré de su escondrijo enseguida!»
Esta forma de actuar era tan impropia de Cerebro que por un momento tuve la primera duda de toda la noche. «Esto huele», dije, dirigiéndome a las cámaras. «Esto huele a encerrona.» Pero no era posible. Cerebro me había ayudado demasiadas veces; habíamos luchado espalda contra espalda; cuando era un neófito, Cerebro me había enseñado cómo editar las cintas de vídeo. ¿Sería posible que Cerebro me envidiase tanto que fuera capaz de traicionarme? Seguramente no si ello implicaba ayudar a los repelentes Hermanos Clon.
Me puse en camino entre las ruinas en busca de los Clon, pero había olvidado mis gafas infrarrojas. Tontamente, las había dejado en el palanquín. Podía ver lo suficiente para continuar mi camino entre los cascotes, pero luchar con esta oscuridad era totalmente imposible. Si me encontraba con los Clon esta noche, debía ser junto a la estatua de Moses Moses bajo la luz de las lámparas.
Anduve con cuidado entre ruinas y bloques destrozados de piedra, tratando de ir por los sitios más despejados donde poder andar sin peligro. Una luz naranja flotaba por encima de mí, de acuerdo a un rudimentario programa, al igual que mis cámaras. A veinte pasos de la estatua encontré un área relativamente limpia de cuatro pasos de ancho. Parecía que los escombros habían sido limpiados deliberadamente. Todos los cascajos habían sido agrupados en una esquina, dejando marcas sobre el polvo arenoso. No crecía nada. Los destrozados fragmentos de las baldosas ornadas mostraban que una vez esto había sido el suelo artístico del Edificio del Presidente.
Los mismos Hermanos Clon podían haber despejado esta zona sabiendo que iba a venir. Era muy suspicaz. Examiné los alrededores en busca de algún escondrijo que sirviera a los Clon para su emboscada. No encontré nada. El piso era sólido y estaba bien iluminado. Medí el claro, me estiré, limpié mis pulmones y comencé a prepararme.
Escuché un sonido en la oscuridad. Adopté una postura defensiva. Una figura luminosa apareció entre las tinieblas, parecía flotar. Mi pelo se erizó al tope.
«¿Mr. Chico? ¿Eres tú?» Reconocí la voz. Era Santa Ana Dos Veces Nacida. Mientras se acercaba a la luz, me percaté que vestía el mismo traje virginal blanco de siempre, una túnica sin forma que se ceñía a su cintura, cuello y tobillos.
Levanté mi máscara de dominó. «Si, soy yo. ¿Qué estás haciendo aquí? La Zona vuelve a ser peligrosa después del carnaval. Incluso no estás armada.»
«Estamos escondidos», dijo la Santa. «Hemos visto una criatura monstruosa que acechaba por aquí. Tiene unas afiladas mandíbulas y una enorme nariz de cerdo, y unos gruesos brazos con zarpas. Va desnudo y no tiene pies. En su lugar tiene pezuñas. Sus piernas están dobladas. Huele fatal. He visto algunas representaciones horribles hoy, pero esto no es ninguna representación, Mr. Chico. ¡Es real!»
Reí. «¡Haces que parezca horroroso! Simplemente es la pequeña Cabrita, la gárgola de la Zona. ¡Es inofensiva! ¡Es tonta! Tu descripción no la hace honor, de cualquier forma. Me sería igual de fácil auparme a su cuello como aplastar una chinche.» Reconsideré. «Bueno, más fácil. Me gustan las chinches.»
«Nos ha aterrorizado.»
«¿Qué significa nos? dije impaciente. «¿Hay alguien más contigo o es que tienes gusanos?»
«Es que suponía que eres de los que disfrutan abusando de los que no te hacen daño», dijo Santa Ana tartamudeando. «He conocido gente de esa clase antes. Siempre han acabado mal.» Se volvió y llamó a alguien que se ocultaba en la oscuridad. «Puede venir, Mr. Whitcomb. Estamos a salvo. Conozco a este hombre.»
Un extraño salió caminando graciosamente de la oscuridad. Era bajo, de mi estatura, pero más ancho, con una elegante y rojiza barba. Estaba vestido con un disfraz histórico, una soberbia capa negra rayada de tiras blancas, sin adornos, al estilo antiguo. No llevaba máscara de carnaval.
Whitcomb se sentó en un bloque de escombro en el borde del claro. «Buenas noches, señor», dijo cortésmente. «Creo que, eh, me he perdido. Esta zona derruida...», extendió un brazo explicativamente, «¿no es el lugar donde se alzaba el Edificio Presidencial?»
«Correcto», dije. Por alguna razón, inmediatamente simpaticé con el barbudo anciano. Le hablé con amabilidad. «Escuche, señor, parece estar bastante confundido. Posiblemente bajo la influencia de alguna droga. Todo esto está muy bien cuando la ciudad tiene acceso y la Zona está en paz. Pero el carnaval ha terminado. No debería estar en la Zona Descriminalizada sin armas.»
«Le agradezco la advertencia, señor», dijo. Me estudió durante unos momentos. Los redondos, multicolores ojos de Whitcomb parecían no perderse nada. Dijo: «Creo que le he reconocido. Su cara y ese cabello tan particular me parecen familiares. Disculpe mi negligencia. Mi memoria no está bien, creo que hay una avería en el sistema de computerización de mi memoria. ¿Es posible que le haya visto en vídeo antes?»
«Muy posible», dije. «Curiosamente, usted también me parece familiar, Mr. Whitcomb.» Le miré escrupulosamente. «Es posible que sea su disfraz. Se parece a los que usaban los viejos pioneros del Consejo de Directores.» Me acerqué y acaricié el tejido peculiar con el que estaba hecha la túnica. «Un poco austero, quizá... pesado... pero le sienta bien.» Retrocedí. «Le voy a decir, Mr. Whitcomb, que usted no perece un hombre corriente. Estoy seguro que está tratando de ocultar su verdadera situación de cualquier tipo de publicidad.»
Whitcomb afirmó. «Sí. Con todos mis respetos a los consejos de la dama Dos Veces Nacida. Quiero obviar cualquier rango distintivo o, eh, cualquier procedimiento formal.»
Asentí con simpatía. El estatus del anciano estaba en juego. «Esas cosas suelen ocurrirle a gentes de su edad», dije. «Lo que usted necesita es discreción. Mi buen amigo, Money Manies —del que sin duda has oído hablar— puede ayudarle a recobrar su memoria y a recuperar su personalidad. Sin cargos. Mr. Manies es generoso.»
«Es muy amable de su parte, señor.»
«La gente me llama el Chico Artificial.»
«Bien, estoy encantado de haberle conocido», dijo. «Mi nombre es Amphine Whitcomb.» Extendió su mano. Me lo pensé un momento, pero al final se la estreché. Es una costumbre que no se suele ver mucho en estos días. Debía ser muy viejo.
«Me gustaría llevarle a mi casa, pero tengo otros asuntos que reclaman mi atención», dije, «podría darles mi dirección, pero el computador no deja entrar a los intrusos. Santa Ana, ¿podría enseñarte el código de entrada? Es un poco complicado; nunca sabes cuándo una cámara está observando o escuchando...» Me puse en guardia cuando Cerebro volvió de entre las ruinas, tambaleándose entre los cascotes. «Ya vienen», gruñó, de pronto se quedó quieto. «¿Quiénes son éstos?»
«Amigos», afirmé. «Pero no combatientes. De momento llámalos defendidos. Sí, los declaro mis defendidos.»
«Bien... Chico...», dijo Cerebro dudoso. «No voy a poner en duda tu capacidad para elegir el momento de tener nuevos defendidos, pero de momento te sugiero que desaparezcan.»
«Déjales que miren», dije. «Estoy listo si tú lo estás. ¿Has visto a Quade?»
«Pronto la liberarán. Al menos, eso creo», dijo Cerebro. Colocó sus cámaras en posición. Los Hermanos Clon habían llegado.
«Una noche maravillosa, viperino y maldito Chico», dijo uno de los Clon, saliendo de entre las sombras. Una larga cadena colgaba de sus manos, arrastrándose suavemente por el suelo. «Una noche que no olvidarás... una noche que va a hacer que tiembles cada vez que escuches nuestro nombre.»
«Se suponía que iba a estar solo», dijo otro de los Clon acusadoramente a Cerebro.
Cerebro gruñó. «Esos no son combatientes. Yo no tengo que ver. ¿Sigue nuestro trato en pie?»
«Recibirás el resto de tu recompensa, desinteresado Cerebro. Los fondos de nuestro patrón son infinitos.»
«Sí, ya lo sé.» Cerebro controló sus cuatro cámaras de combate que una aburrida mirada. Se había colocado cuidadosamente fuera de la zona de un ataque sorpresa. «Voy a grabarlo», dijo. «Chico, perdona, pero la recompensa era demasiado grande. Los gustos de mis nuevas amantes son caros. Llámame cuando salgas de cuidados intensivos y cárgame los gastos médicos, y yo los pagaré.» Se fue.
«Muchas gracias, Cerebro», le grité mientras escapaba. «Espero devolverte el favor algún día.» Me volví hacia Santa Ana y Whitcomb. «Como pueden ver, he sido traicionado. Les sugiero que corran tanto como se lo permitan sus piernas.» Se cambiaron unas miradas y comenzaron a retroceder entre los escombros. Al poco se volvieron y echaron a correr en la oscuridad.
Los Clon balanceaban sus cadenas mientras se acercaban. Todos tenían gafas infrarrojas, cosa que les daba una ventaja adicional; de otra forma habría considerado la posibilidad de llevarlos entre los escombros y sorprenderlos.
De pronto, los cuatro Clon tuvieron un momento de duda. «El haber raptado a tu espigada defendida es una afrenta de sangre, oh innoble y nunca bien ponderado Chico», dijo el cuarto Clon.
«Y, desde luego, vamos a disfrutar mucho con tu muerte», dijo el primero bravuconamente.
«Sin embargo, la pérdida de nuestro más conocido oponente podría quitarnos audiencia a pesar de nuestra reputación. Así que serás perdonado.» Esto vino del Clon lesionado.
«Tu defendida está en las manos de Rojo, nuestro patrón. Será liberada cuando le entreguemos las cintas con tu destrucción; cosa bastante inminente. ¡Mientras tanto, prepárate a sentir los efectos de nuestra cólera»
No esperé más. Con un grito ataqué al Clon más cercano. Le golpeé en el diafragma con mi zapatilla forrada de acero, haciéndole retorcerse de dolor, mientras que enredaba otro brazo en mi nunchako; pero eran demasiados. Una cadena de hierro me golpeó en la rótula con un súbito impacto, y yo caí gritando, desplomándome en el suelo.
Fue una suerte que el Viejo Papá me hubiese dejado en herencia un cuerpo quirúrgicamente alterado. Mi piel estaba reforzada con finas láminas de cerámica y mis dientes falsos eran de metal cubierto por cerámica. La ligera armadura que tenía bajo las vestimentas me protegía el corazón y los riñones, y mi tórax estaba reforzado. Todo esto me vino muy bien porque el golpe había sido terrible. Mi cabello plástico amortiguaba los golpes dirigidos a mi cabeza, pero sentía los impactos sobre mis brazos y piernas, sobre mi pecho, espalda, nalgas e ingles. Empezaron a golpearme sin cesar como si fuera un tambor, gritando excitados en su peculiar y abreviado lenguaje que empleaban para comunicarse entre ellos: «¡Precioso!» «¡Estupendo!» «¡Golpea!» «¡Dale»
Mientras yacía en el suelo, destrozado y semiinconsciente, deslizaron un poco de esmufo en mi boca. Lo hicieron a hurtadillas, pero incluso los tramposos Clon no eran ajenos a esta última regla de la etiqueta del combate. Después escalaron ágilmente el pedestal de la estatua de Moses Moses. Agarrándome por los brazos y piernas me arrastraron hasta la base de la estatua. «¡Chiquillo fuera de la estatua, chiquillo fuera de la estatua!», entonaron contentos mientras me sostenían por las axilas y las nalgas. Subieron y me balancearon hacia atrás y hacia delante: «¡Uno!» «¡Dos!» «¡Tres!» y me lanzaron al vacío. Caí desde cinco metros y me crujieron la espalda y los hombros. Me tiraron encima el nunchako. Me desmayé.

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